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Hasta los 20 años no tuve la menor idea de lo que era la escritura o la literatura. En el instituto suspendía siempre en Lengua Checa y hube de repetir en sexto y en tercero, lo que prolongó mi juventud dos años más. Pero a los 20, el blindaje de ignorancia quedó de golpe hecho pedazos y me sumergí impetuosamente en los libros y en las artes plásticas -leer, mirar y estudiar han sido mi dada.
Experimento todavía hoy la euforia intensa que me hizo conocer a los escritores que aprendí a amar durante esos años; aún sé de memoria no sólo Gargantua y Pantagruel de Rabelais, sino Muerte a crédito de Céline, y los versos de Rimbaud y de Baudelaire; siento un gran placer al releer a Schopenhauer, aunque desde hace algún tiempo he encontrado un maestro en Roland Barthes. A los 20, Giuseppe Ungaretti me inspiró mis primeros ensayos poéticos. De esta manera me aventuré en el escurridizo terreno de la escritura, empujado por la alegría que me producían las frases que caían lentamente desde mi alma, gota a gota, sobre las hojas que introducía en mi máquina de escribir Underwood, y yo me quedaba perplejo viendo todo lo que fluía, y que se iba encadenando desde la primera frase.
Fue así como redacté mi diario íntimo, mi correspondencia amorosa, mi monólogo. Y tenía siempre la impresión de que lo que había escrito no pertenecía a nadie más que a mí, me parecía que aquello con lo que había conseguido llenar las hojas vírgenes era para mí un gran honor, pero al mismo tiempo me aterrorizaba. En esa época, cuando los vecinos y los amigos preguntaban a mi madre sobre mis estudios de Derecho, mamá alzaba los hombros con desánimo y decía que yo tenía siempre la mente en otra parte. Y era verdad; estaba poseído por la escritura, era un joven embarazado (si esta palabra se entiende en el sentido de la frase de Hegel: Ich bin trachtig), un joven que no vivía sino esperando la llegada de los fines de semana, de esos sábados y domingos que iba a pasar a Nymburk, y donde encontraba la paz en el despacho de la cervecería, aunque pudiera pasarme esos dos días tecleando en la máquina Underwood, pudiera colocar sobre el papel la primera frase que había traído de Praga, y después permaneciera ahí, con los dedos levantados, a la espera de que esa primera frase diese a luz una segunda. A veces esperaba una hora o más, pero otras escribía tan deprisa que la máquina no conseguía seguirme y se ponía a balbucear bajo el diluvio de las frases.
Escribía, pues, por la alegría de escribir, por esa euforia que, sin haber bebido, mostraba signos de ebriedad. Mi escritura reflejaba la vida extravagante que yo llevaba, pero era al mismo tiempo un aprendizaje, un entrenamiento a base de variaciones sobre Apollinaire, después sobre Céline, estudios sobre el habla de las grandes ciudades, luego vino Babel, y finalmente Chejov, y los dos me enseñaron a reflejar en mis escritos no solo mi propia vida sino también el mundo que me rodeaba; me enseñaron a partir de los demás para llegar a mí mismo y, sobre todo, me hicieron conocer lo que es el destino humano.
Estalló la guerra y las universidades fueron cerradas. Para acabar, pasé esos años como peón caminero, y Nadja y los manifiestos del Surrealismo vinieron a sumarse a mi bagaje literario; pero yo continuaba todos los sábados y domingos en el despacho desierto de la cervecería de Nymburk escribiendo mis notas al margen, a propósito de lo que había visto y del destino de los demás; me sentía intimidado y al mismo tiempo halagado con el hecho de que la escritura me hubiese convertido en un testigo ocular, un cronista poético de las penas de ese periodo de la guerra, pero también, como hacía mucho tiempo que escribía en la máquina Underwood, me sentía halagado con el hecho de que la brutalidad de esa realidad me hubiese obligado a despedir progresivamente el lirismo de mis jóvenes años.
Y seguí anotando mi monólogo, siempre sin comentarios; primer lector de mis propios textos, al dejar errar mi mirada sobre las hojas ennegrecidas, tenía la impresión de que era otro el que las había escrito. Pero continuaba sintiéndome halagado, sólo porque esto funcionaba y porque era testigo del inmenso acontecimiento que en mi vida suponía la escritura, pues a través de la máquina de escribir fue como empecé a pensar. Seguí escribiendo, al igual que si me confesase, como por añadidura confesase al mundo entero. Y siempre me parecía que lo que impulsaba hacia adelante mi escritura era el hecho de que yo era un testigo ocular, de que era preciso que fuese yo quien anotase todo, quien tradujese a palabras tanto lo que me inspiraba repulsión como lo que me enternecía, era el hecho de que fuese yo quien se sintiese obligado a dar testimonio, por escrito, no de cada acontecimiento, sino de ciertas encrucijadas de la realidad, como si dirigiese un chorro de agua fría sobre un diente cariado. Pero incluso eso me producía el efecto de un juego divino, del estilo a lo que había aprendido en Ladislav Klima. Después terminó la guerra y me doctoré en Derecho; pero había sucumbido tan bien a la ley de reflexión de la escritura que seguí ampliando mi serie de oficios extravagantes para mezclarme bien en el ambiente, para impregnarme por completo del habla humana. Y estaba siempre maravillado y anotando, todos los sábados y domingos, en el despacho desierto de la cervecería donde mi padre y su contable trabajaban durante el resto de la semana, anotando siempre lo que me había sucedido de extraordinario a lo largo de la semana, las invenciones y conclusiones que jalonaban la línea curva de mi pensamiento.
Continuaba, pues, jugando conmigo mismo, y tenía a veces la impresión de que una muchacha masajeaba mi pecho con grasa de oca, de tal forma me sentía halagado por la escritura, de tal manera me sentía consagrado por una santa unción.
Y además, me dí cuenta de que mis años de aprendizaje habían terminado y de que me hacía falta dar un tijeretazo, arrancarme de la cervecería, abandonar las cuatro habitaciones y la pequeña ciudad donde mi tiempo había empezado a detenerse.
Me mudé, pues, y cogí una habitación en Liben, una antigua forja, y me lancé a una nueva vida que me condujo también a una muy diferente manera de escribir. Trabajé durante cuatro años en Kladno, en los aceros Polda, en el horno Martin y poco a poco, el estilo basado en el juego con las frases se transformó por completo, poco a poco, y entre balbuceos, mi juego dio el salto al realismo total, y sin ni siquiera darme cuenta, porque el trabajo con el fuego y el ambiente de los aceros, la rudeza de los metalúrgicos y su lenguaje, todo eso me resultaba tan terriblemente bello que me parecía vivir y trabajar en el interior mismo de un cuadro de Jerome Bosch. Y como desde que me separé de mi pasado las tijeras habían seguido en las manos, comencé entonces a utilizarlas cada vez que terminaba un texto, empecé a emplear, para mi trabajo sobre la escritura, la técnica de un montador de cine.
Emanuel Frynta dijo que era un estilo Leica, que yo sorprendía la realidad en los instantes culminantes del diálogo, para componer enseguida un texto a partir de esas instantáneas. Y entendí esto como un homenaje, pues tenía ya entonces un cierto número de lectores.
Seguí escribiendo, pues, con las tijeras en la mano, diré incluso que lo escribía todo esperando el instante de poder recortar el texto escrito y construir con los fragmentos algo que me dejase deslumbrado, como en el cine.
Después de esto, trabajé cuatro años en un depósito de papel para reciclado, y después cuatro años en el teatro, como ascensorista, pero esperaba siempre con impaciencia tener un poco de tiempo libre para escribir para mí mismo y para mis amigos, y hacía pequeñas ediciones de mis textos, era el autor de un original y de cuatro copias.
Y después, a los 48 años, me convertí por las buenas en un verdadero escritor, comencé a publicar un libro tras otro, casi enfermaba con cada aparición, y me decía que iba a entregar al gran público lo que había creído escribir para mí solo y para algunos amigos. Pero tenía lectores, y todavía los tengo, cientos de miles que leen mis textos con igual placer que los diarios deportivos.
Y continúo escribiendo, he aprendido incluso a no pensar si no es a través de la máquina, mi juego prosigue con un ligero matiz de melancolía, espero semanas enteras, aunque no tenga que ganarme el pan, mientras las imágenes van acumulándose en mi interior, y hasta que se desencadene la señal, lo que hará que me siente ante la máquina, y que empiece a llenar las páginas deprisa, con aquello que empuja dentro de mí para salir al exterior. Y escribo, y me siento halagado siempre por la escritura, si bien esta ceremonia me deja vacío, como si acabase de parir. Ahora puedo permitirme el lujo de escribir a la primera, de jugar con las tijeras lo menos posible, hacer de mi texto, que no termina, una imagen fiel de mi interioridad, que traslado a la máquina, deprisa y con la punta de los dedos, sin omitir nada. Ahora que soy viejo puedo permitirme el lujo de escribir sólo lo que deseo escribir, y constato, cuando tomo una cierta distancia y observo el trabajo, que escribo esos largos textos de una vez, igual que respiro -como si en un momento dado, cuando me doy a mí mismo la señal de partida, aspirase unas imágenes que me obligan a escribir y que enseguida espiro extensamente, por mediación de la máquina. Después, todo vuelve a empezar, aspiro de nuevo el libro de imágenes en relieve que llevo dentro, y una vez más lo espiro, escribiendo. Al ritmo de los pulmones que funcionan lentamente, casi al ritmo de un soplo de forja, me excito a mí mismo, y me calmo cadenciosamente, aunque mi escritura se integra ahora, tanto como el trabajo de las cuatro estaciones, en el movimiento del gran juego.
Me doy cuenta, en fin, de que la escritura me ha aportado también unos conocimientos, de que me ha hecho descubrir la esencia de lo lúdico, del gran juego que se sobreentiende en la filosofía de Ladislav Klima. Creo que gracias solamente a la escritura, varias veces a lo largo de mi vida, he conseguido alcanzar una identificación con la transcendencia melancólica, una coincidencia tan perfecta como las dos partes de un cierre automático, y me alegro viéndome disminuir a medida que escribo, viendo a la vez que no ceso de crecer, y que soy, pues, un amateur permanente sostenido por la pequeña palabra amor. Y hasta miro los sufrimientos y los golpes de la suerte como un juego, porque lo más bello que hay en la literatura y en el arte en general es que en el fondo una persona no está obligada a escribir, nadie está obligado a crear si no quiere. Entonces, ¿cómo hablar de sufrimientos? Todo esto no es sino un gran juego para adultos, ese frutio Dei es el defecto que se encuentra en cada diamante y del que habla, si mi memoria no me engaña, Gabriel Marcel.
Cuando comencé a escribir era simplemente para aprender a escribir. Ahora sé por fin, en cuerpo y alma, lo que me enseñó Lao Tsé: que lo más elevado que existe es saber que no sabes. Que lo más elevado es lo que me susurró Nicolás de Cusa sobre la docta ignoratio. Ahora que he alcanzado, escribiendo, el colmo del vacío, espero que todavía me sea concedido, por medio de la escritura en esta lengua que es la mía, aprender al fin, no sólo de mí mismo, sino también del mundo, pues acerca de ello continúo siendo un ignorante.
Bohumil Hrabal
Checoslovaquia
Nació en Brno (Moravia) en 1914. Estudió Derecho. Desempeñó los más diversos trabajos. Entre sus novelas: Ostre sledované vlaky [Trenes rigurosamente vigilados, Muchnik Ed.], que el director checo, Jiri Menzel, llevó al cine en 1967; y Mestecko ve kterem se zastavil cas [La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo]. Otras obras: Yo he servido al rey de Inglaterra [Ed. Planeta], Anuncio una casa donde ya no quiero vivir [Ed. Península], Bodas en casa, Una soledad demasiado ruidosa [publicadas en Ed. Destino].