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Mandé Alpha Diarra

Proverbio bamana: "Un hombre puede ser atrapado por un león y conseguir escapar, pero jamás puede escapar de su boca cuando ésta lo atrapa". También, entre nosotros, la palabra es temor y pertenece a la categoría de lo sagrado. Su aprendizaje se efectúa a través de la práctica de una literatura anterior a la escritura: la llamo oralidad. Clases de cosmogonía, de mitología, de sociología, de ciencias de las naturaleza, de historia y de logomaquia, constituyen las materias fundamentales. Una literatura que ha producido sus Homeros, sus Sócrates, sus Aristóteles, pero que no han firmado individualmente Odiseas o Tratados.

Y en consecuencia, no les preocupaba la gloria ni la posteridad, sino sólo la armonía del presente, de la vida social. Nosotros designamos a este gran grupo de literatos anónimos con el término global de Maestros de la palabra. Y por citar a uno u otro de entre ellos, ni hablar de exclamar Baba-Zoumana o Tientiguiba Danté ha dicho, sino «según los Maestros de la palabra...» o «Los ancianos han dicho...» La individualidad literaria se disuelve en el anonimato de este magma difuso de los Maestros de la palabra. Así pues, soy oralidad antes de ser escritura. Y en este contexto, la pregunta «¿Por qué practica usted la palabra?», no se hace jamás, puesto que esta práctica es la condición misma de la vida, de la concordia social. Todo elemento de la comunidad está invitado desde ese momento a iniciarse en ella. La literatura es entonces un cimiento de la casa social, que cada uno contribuye a edificar.

La escritura, materialización visual de la palabra abstracta, es posterior, aunque desde hace siglos, bastante antes de la grafía árabe, los Grandes Maestros del Conocimiento comunicaban, y comunican aún en nuestros días, por medio de grafismos e ideogramas propios. Pero la escritura popular, como sustitutivo de la palabra y como único o principal medio de comunicación, procede del exterior. Ella ha introducido nuevas motivaciones, nuevas ambiciones: la gloria, la fama, la fortuna, el éxito social y en fin, la inmortalidad, accesibles no solo a los caudillos guerreros sino también a los literatos.

El sueño entonces de una vida comparable a la del autor de las Contemplaciones, del Lago, o de las Memorias de ultratumba ha alimentado la pretensión juvenil de ser escritor. El primer libro que escribí con pasión me hizo conocer la alegría de la publicación, de la lectura de críticas favorables, de la ebriedad de la au-reola del título de escritor o de autor. Pero ese escritor no se libró de la gripe, no estuvo exento de presentar su carnet de residente en un control policial del metro. La meteorología no varió a su gusto y los semáforos no se pusieron en verde al aproximarse. Viene entonces el tiempo de las interrogaciones y de la duda. Duda sobre la vía elegida; duda sobre los objetivos mismos, que para él eran la gloria, la fama, la inmortalidad.

Pero, ¡hablemos de la inmortalidad literaria! ¿Cuántos escritores se distinguen entre la cohorte de autores? Con más razón, ¿entre los negros francófonos (en sentido propio o figurado)? Entonces, ¿qué?, ¿la posteridad póstuma a lo Kafka? Hum... Y de todas maneras, de lo «inmortal» ¿qué permanece? Cada vez que leo a Voltaire, veo el tribunal, a Hugo, una avenida en sombra, a Tolstói, la cubierta de un libro en Folio.

Y sin embargo continúo escribiendo. No puedo prescindir de hacerlo. Una escritura nacida del deseo de testimoniar, de participar en los debates que dan impulso a la comunidad humana. Comunidad en la que el sentimiento de no ser más que un elemento pasivo del decorado, un intruso tolerado momentáneamente, me subleva. Y comprendo hoy mejor las grandes emociones que despertaron en mí las páginas de Los Miserables, de Black boy o de La Madre. Me doy cuenta entonces de que más que el estatuto del escritor, es el gusto del combate contra la injusticia, la intolerancia, el odio absurdo, el desprecio, el egoísmo criminal, la indiferencia, lo que me motiva. Entonces escribo «yo acuso». No quiero ser cómplice con mi silencio. Ha saltado la mordaza y aúllo.

Las ocho. Las noticias. Todos están ahí, en la pequeña pantalla, en el aeropuerto de Orly, toda la flor y nata de los demócratas, los humanistas de Z. Los medias cubren por supuesto la información. Son valientes y están serios, preocupados e indignados. Desafiando a la dictadura roja de Jaruzelski, Volodia regresa a Polonia. Y con lágrimas en los ojos estoy preparado para entonar con ellos el canto de adiós. «No es un adiós, hermano, es sólo un hasta luego...» Se teme lo peor para Volodia. ¿Le espera quizá el gulag? Y, sinceramente, digo con ellos, «Adiós Volodia», esperando recibir como respuesta un «Hola Mandela». Quizá lo han dicho, pero tan tímidamente que Botha ha sonreído frotándose las manos. Entonces, cojo mi pluma y escribo mil páginas de conmiseración a Mandela. Le digo que tenga paciencia, que su turno no ha llegado todavía. En la denuncia de la represión, el rojo va delante del negro. Quizá un día, tras la democratización de la U.R.S.S.; se pensará en él. Mientras tanto...

No, no tocaré el tam-tam por Etiopía. Ya ha bailado ese país suficientemente. No cantaré más blues en la ruta del tabaco. No puedo cantar Zimbabwe tan bien como Marley. En cambio, intentaré escribir en nombre de todos los míos, sin odio, pero sin complacencia.

Les pido perdón por haber traspasado su «umbral de tolerancia» en estos tiempos de vacas flacas. No deshonren su sentido de la hospitalidad arrojándome por la ventana del tren del infierno. Comprendan que allí, en el país, el mariscal presidente vitalicio ha «tomado prestado» el dinero de ayuda a los damnificados por la sangrante sequía del Sahel para acabar el ala izquierda de su castillo en Suiza. Me encuentro en la angustiosa situación del sapo en el árbol. Este mundo me resulta extraño. Me pregunto si el sol brillará algún día también para mí. Apretado entre el mariscal, hombre de Estado, sus tasas del alma, sus calamidades llamadas naturales y el umbral de tolerancia infranqueable, soy un murciélago (ni mamífero ni pájaro, sin cueva ni nido). Entonces, escribo.

El mariscal-presidente no es el único en cuestión. Si estoy equivocado, la culpa es de Seghor. Vivo en la miseria, la culpa es de Césaire. Y poco importa la censura. Ella concierne al censor, no al creador.

También está África. Es hora de sacar al dark continent de las tinieblas en que lo sumen esos especialistas y otros africanistas de palacio. Es hora de rechazar la imagen simplista de un África a lo Bokassa, a lo Dada, rechazar los clichés trillados. Y para hacer esto, no es cuestión ya de delegar mi palabra en otros. Un imán, un pastor, un racionalista, un fetichista, todos se inclinaron sobre mi cuna. Los torrentes de sus discursos contradictorios me atormentan, me enloquecen. Por medio de la escritura busco un Havre de paz donde anclar mis certezas.

En fin, el placer de la escritura, de la creación literaria, que se convierte en una dependencia. Llamémosla «grafomanía». Existe un gozo de la escritura; así como un dolor al parirla. Y ninguna represión, ninguna censura, ningún exilio pueden acallar sus impulsos. Lo que cuenta en definitiva, más que nada, reside en ese secreto placer de escribir, de crear. Crear con toda libertad un mundo propio, un mundo con sus lugares, sus personajes, con caracteres y psicología propios; un mundo que a veces me resulta difícil dominar, pero que tras la finalización permanece como el fruto de mis humores, de mis esperanzas, de mis convicciones, de mis inseguridades.

Mande Alpha Diarra
Malí
Nació en 1954. Se impuso con una única y violenta novela, Sahel. Sanglante séchéresse.