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Francis Bebey

Extraña pregunta en los tiempos que corren.

¿Qué otra cosa quiere que haga?... En cierta manera, ante todo, escribo indudablemente porque aprendí a escribir. La banal consecuencia de una enfermedad que desde hace algunos siglos muchos hombres bienintencionados han hecho el esfuerzo de extender por la humanidad: la alfabetización.

He perdido la memoria de mis antepasados desde que escribo. Porque escribo y porque no puedo dejar de hacerlo. La cosa ha adquirido las locas dimensiones de una verdadera necesidad. ¡Si los míos lo supieran!

El conde sopesa sus propias palabras lanzadas como proyectiles a manera de saludo en el encuentro con el atento auditorio. El tibio claro de luna escucha cómo el pueblo entero se instruye. Esta tarde todavía, el principal personaje es la tortuga, a la que la tradición concede el máximo grado de prudencia que un ser animado y móvil en tierra firme o dentro del agua puede poseer: nueve. Un mal que desencadena el terror se ha precipitado sobre los animales de este a oeste y de norte a sur. El rey león convoca a las tribus y a los clanes de toda la selva con la intención de pedir a la tortuga que encuentre, inmediatamente, el remedio a ese mal que todos sufren en el presente. La tortuga no asistirá a la reunión, con gran asombro de todos los animales, lo que, naturalmente, pondrá absolutamente furioso al león. Luego, de repente, martín pescador, el mensajero, va volando a anunciar al rey la triste noticia: en el camino hacia el palacio, donde todos la esperaban con impaciencia, la tortuga se ha encontrado con un río profundo en el que se ha ahogado cuando intentaba atravesarlo. Al escuchar esto, toda la asamblea se hunde en una gran tristeza. El mismo cocodrilo derrama una lágrima. Es entonces cuando la liebre, a quien la naturaleza ha concedido sólo el grado siete de prudencia, se atreve a declarar: «¡Ah!, en realidad la tortuga no era tan astuta como la creíamos. Yo, que no sé nadar mejor que ella, atravieso siempre las corrientes de agua andando sobre uno de esos troncos de árbol que el hombre coloca a menudo para unir las dos orillas. Así, nunca me veo en el agua». Moraleja: por mucho que poseas la máxima prudencia, la que te salvará un día de la muerte habita quizá en alguno de tus contemporáneos, que poseen aparentemente menos cualidades que tú.

Me gustaría deciros este cuento, no escribíroslo. Pero no estáis aquí. Por otra parte, el pueblo a la luz de la luna os resulta ya desconocido. Y además, no sabéis perder el tiempo escuchando palabras que se elevan y hablan y cantan y bailan y viven. El tiempo mismo, lo habéis encerrado en relojes y calendarios. ¡Qué placer correr detrás! Y yo, que os sigo sin aliento. ¿Qué voz me queda aún para decir las mil y una historias que invento a capricho en mi vida? ¡Deteneos! Sentaos ahí, en ese banco público de un verano urbano, entre los vagabundos, curiosos, enamorados, paseantes de todas clases. Y mirad, mirad todos al loco que soy. Contar historias, aunque sean maravillosas, contarlas de viva voz, en la plaza pública, como en los viejos tiempos de la tradición oral de los africanos, pura locura, este desafío al dios libro, ¿entonces?

Escribo para decir basta al racismo actual. Como nuestros padres, llegados de sus lejanos trópicos, decían basta al nazismo luchando a vuestro lado en los campos de batalla del 39-45. Que los neofascistas, xenófobos y otros racistas profesionales no lo olviden. Escribir, ante todo, es luchar por la libertad. Es invitar a los hombres a estar unidos para buscar en la paz y en la comprensión mutua distintos tipos de felicidad que se corresponden con sus respectivas diferencias.

Infatigable página en blanco. Ella me escucha. Pacientemente. Me promete el desvelar en todo momento, a cualquiera, todos los secretos que le confío. Entonces, le hablo como si escribiese. Mi novela es un cuento. Desplegad las palabras, y las viviréis. Os lo digo una vez más: escribo para aquellos que han venido, no han comprendido nada de nada, han regresado a su miseria paradisiaca, y continúan sin comprender nada de nada. Escribo para huir de su paraíso ficticio, y poder ganar la otra orilla del corazón de los hombres antes de que sea demasiado tarde. Por lo tanto, escribo porque no tengo tiempo de no escribir.

Francis Bebey
Camerún
Nació en 1929 en Douala. Especialista en musicología. Ganador del Gran Premio Literario de África Negra por su primera novela, Le fils d\Agatha Moudio. Otra de sus novelas es La lune dans un seau tout rouge.'