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Me he visto obligado a modificar ligeramente la pregunta: ¿por qué escribía?, y no ¿por qué escribo? Ya que desde hace años no sólo no he escrito absolutamente nada —hablo de poesía, por supuesto— sino también porque me siento muy lejos de la poesía, de la mía y de la de los demás, hasta el punto de que me pregunto si estoy autorizado a participar en esta encuesta.
No pertenezco a esa categoría de poetas de la que habla Rilke y encuentro más bien paradójica la frase de Baudelaire: «Es posible vivir dos días sin alimento, pero no sin poesía», a menos que el gran poeta jamás haya tenido hambre.
Es verdad que hubo un tiempo en que escribía, en que incluso escribía mucho, y que empecé muy joven.
Conozco poca gente que haya escapado en su juventud a esta tentación de la escritura, que es como una solución para deshacerse del exceso de emociones y de sensaciones que son patrimonio de esta edad.
Cuando las cosas se vuelven serias, se continúa escribiendo, y con más razón si se decide publicar.
Personalmente, descubrí muy joven que tenía algún talento para la versificación, y eso me proporcionó un sentimiento de superioridad frente a mis compañeros, a los que envidiaba por sus resultados en las disciplinas en que yo apenas destacaba, el futbol, por ejemplo.
Desde el día en que me convencí de que mis poemas no estaban tan mal —reconfortado en esto por la opinión de la gente más mayor y por las comparaciones que podía establecer al leer los poemas de los otros—, concebí la ambición de publicar una antología, después otra, y luego otra.
Evidentemente, nadie aspira al Nobel en sus primeros balbuceos —aunque yo albergase algunas dudas a este respecto—. Pero no es pequeña la ambición de convertirse en célebre desde joven y en ser objeto de discusión en ciertas capillas. La edición, la publicación de lo que se escribe es siempre una ambición.
Diré que me encontré en la poesía sin querer. Parece que un cromosoma especial determina esta particularidad. Habría preferido ser pintor, o mejor, músico, ni siquiera creador, simplemente un buen intérprete. Estas son las artes que me emocionan hoy, mientras que no tengo ya el mismo interés por la poesía.
El hecho de que en mi país sea considerado como un buen poeta y de que se lean mis poemas, ciertamente, aún me produce placer, pero ya no me halaga. No aflora ya la idea de que esto pueda conferirme una aureola o concederme cualquier superioridad sobre los demás.
En la época en que escribía habría sido incapaz de decir por qué escribía. Hoy, con el paso del tiempo, constato que escribía en condiciones difíciles, tanto para mí como para el país, porque sentía la necesidad de decir cosas que no podía decir en otra lengua, en un idioma secreto, elíptico, más o menos cifrado, el de la poesía por excelencia. Sentía la necesidad de hablar, con determinadas condiciones de censura, de autocensura, de mis experiencias personales, de mi vida erótica, de mis aventuras ideológicas. Sentía la necesidad de adaptar unas antenas familiares, personales e ideológicas a mi longitud de onda individual, de prolongar la acción.
Cosa curiosa, mis poemas no son nada herméticos en su primera lectura. Se ofrecen, sin dificultad incluso, a la comprensión más general. Quizá porque mi lengua es muy sencilla, cotidiana, y porque al lector le halaga creer que lee simplemente en verso la expresión de sus propios sentimientos, de sus propios pensamientos.
Quizá mi necesidad de expresión poética cesó cuando, poco a poco, con el paso del tiempo y la usura biológica, las ilusiones que ofrece esta clase de comunicación empezaron a disminuir, cuando el sueño quedó desmitificado.
Creo finalmente que la poesía es el instrumento por excelencia de la juventud, de la espontaneidad, de la época de los sueños voraces y pletóricos. Para muchos, cuando se prolonga más allá de este periodo, funciona como único sucedáneo de la acción. Quizá se trata de una ilusión todavía vital, o quizá de una escapatoria ante el encuentro esencial con la acción.
Manolis Anagnostakis
Grecia
Poeta nacido en 1925 en Salónica, de gran influencia. Destacan: Poemas 1941-1971 [Ed. Clásicas], Nueve maneras de mirar el cielo [Miguel Gómez Ed.].